Vamos por lo importante
- Fernanda de la Torre V
- 21 sept
- 2 Min. de lectura

A veces siento que vivimos como bomberos sin descanso: corremos de un incendio a otro, apagamos uno y de inmediato aparece el siguiente. Y en esa prisa, lo que realmente importa se queda rezagado en la lista, esperando pacientemente a que le demos un lugar. Posponemos una plática con alguien querido, la cita médica que sabemos necesaria o incluso un ratito para nosotros mismos. Lo urgente nos absorbe; lo importante se aplaza. Y así, cuando por fin respiramos, nos descubrimos agotados, de malas e insatisfechos. No es una táctica ganadora.
Dwight D. Eisenhower lo dijo con claridad: “Tengo dos tipos de problemas: el urgente y el importante. Lo urgente no es importante y lo importante nunca es urgente”. Su famosa técnica —que sigue vigente aunque la mayoría la recordemos solo de nombre— nos invita a clasificar las tareas en cuatro cajones:
Urgentes e importantes.
Importantes, pero no urgentes.
Urgentes, pero no importantes.
Ni urgentes ni importantes.
El problema es que confundimos las categorías. Creemos que contestar un WhatsApp durante la comida es urgente, aunque la persona frente a nosotros sea más valiosa que cualquier emoji. Dedicamos horas a “scrollear” en Instagram o a perseguir likes como si fueran medallas olímpicas, cuando en realidad son tareas que ni importan ni urgen. Si usáramos ese mismo tiempo en caminar, leer o simplemente descansar, seguramente estaríamos más sanos y menos ansiosos.
Lo urgente grita: exige nuestra atención inmediata, nos acelera el pulso y nos pone en modo reactivo. Lo importante, en cambio, habla bajito: está ligado a nuestros valores, a nuestras metas, a eso que da sentido. Lo urgente se siente como obligación; lo importante, como misión. Y sin embargo, dejamos lo importante para “después”, como si el después estuviera garantizado.
La paradoja es que lo urgente suele ser más fácil: pagar una cuenta, contestar un correo, cumplir con un trámite. Tiene recompensas rápidas, aunque no necesariamente trascendentes. Lo importante pide más: constancia, reflexión, paciencia. Ahí están nuestros grandes sueños, los cambios duraderos, las relaciones que queremos cuidar.
Quizá el secreto está en entrenarnos para desconfiar de esa falsa sensación de urgencia. Ese nudo en el estómago que nos hace creer que todo es “para ayer” rara vez es un buen consejero. Tal vez deberíamos aprender a escuchar más lo que susurra lo importante, aunque no venga con sirenas ni alarmas.
Porque al final, la vida no se mide por la cantidad de incendios que apagamos, sino por el tiempo que nos dimos para encender nuestras propias luces.
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