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Un relato del Antiguo Egipto para el Día de los Muertos

  • Foto del escritor: Fernanda de la Torre V
    Fernanda de la Torre V
  • hace 12 minutos
  • 4 Min. de lectura
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La semana pasada hablaba sobre la idea de que la verdadera muerte ocurre cuando dejamos de recordar a quienes se han ido. Aunque existe una fecha para montar altares y celebrar, también llevamos un altar interno: el recuerdo vivo de quienes amamos.

Mirando posts en X me encontré con uno del Museo Egipcio que relata una historia en el mismo sentido de hace más de tres mil años.  Traduje la historia de Khonsuemheb y el Fantasma, así como la reflexión de quien escribió el post del museo, que habla de tumbas, ofrendas y cómo el recuerdo de los difuntos como resurrección.

Aquí la historia (pueden leer la versión original aquí)


En la aldea de Deir el-Medina, en la orilla occidental de la antigua Tebas, arqueólogos a principios del siglo XX descubrieron algo curioso: fragmentos rotos de cerámica, conocidos como óstraca, inscritos con la historia de un fantasma y un sumo sacerdote.

El texto está fechado en el Periodo Ramésida, alrededor del 1200 a. C., aunque probablemente refleja una tradición aún más antigua.


Khonsuemheb y el Fantasma

Cuentan que, en la necrópolis de Tebas, un hombre (cuyo nombre no se registró) se vio obligado a pasar la noche junto a una tumba. Apenas la oscuridad cubrió los pasajes funerarios, fue despertado por la presencia de un espíritu que habitaba allí. Aterrado, el hombre corrió con el gran sacerdote Khonsuemheb, Sumo Sacerdote de Amón, y relató su experiencia.


Khonsuemheb subió al techo de su casa e invocó a los dioses del cielo, la tierra, el sur, el norte, el oeste, el este y el inframundo. “Enviadme a ese augusto espíritu”, clamó. Y el espíritu acudió. “Dime tu nombre, el nombre de tu padre y el de tu madre,” pidió el sacerdote.

“Soy Nebusemekh, hijo de Ankhmen y de la dama Tamshas,” respondió el fantasma.

Conmovido por su pena, Khonsuemheb ofreció: “Haré construir una nueva tumba para ti, un sarcófago de madera de azufaifo dorado, para que puedas descansar en paz. Pide tu deseo y se cumplirá.”


Sentado junto al fantasma, el sacerdote lloró: “¡Qué mal te va! Sin comida ni bebida, sin envejecer ni rejuvenecer, sin ver la luz del sol ni inhalar la brisa del norte, la oscuridad es lo único que ves cada día.”

Nebusemekh recordó entonces su vida pasada: “Cuando vivía, fui Supervisor de los Tesoros y oficial militar bajo el reinado del Rey Rahotep. Morí en el verano del Año 14 del Rey Mentuhotep, quien me otorgó vasos canopos, un sarcófago de alabastro y una tumba de pozo de diez codos de profundidad. Pero ahora el suelo se ha derrumbado, el viento entra en mi cámara, nadie trae ofrendas y he sido olvidado. Otros prometieron reconstruir mi tumba —¡cuatro veces ya!— y nada se hizo.”

Khonsuemheb, sin rendirse, insistió: “Indica tu encargo. Enviaré a diez de mis sirvientes cada día para verter libaciones y traerte trigo emmer.”

Pero Nebusemekh lamentó: “¿De qué sirve? Si un árbol no recibe luz del sol, no brota; la piedra no envejece, solo se desmorona.”

En el siguiente fragmento, sabemos que Khonsuemheb envió a tres hombres “cada uno…” a buscar un sitio adecuado para una nueva tumba. La encontraron en Deir el-Bahari, cerca de la calzada del templo funerario del Rey Mentuhotep II.

Regresaron a Karnak y reportaron su éxito al diputado de la Hacienda de Amón, Menkau. El corazón del sacerdote se alegró.

Y entonces… el relato se interrumpe. Las últimas líneas se perdieron; no sabemos con certeza si la tumba de Nebusemekh fue reconstruida o si el descanso del espíritu fue finalmente restaurado.


Bajo su superficie espectral, la historia de Khonsuemheb y el Fantasma no trata realmente del miedo; trata de la memoria. Enseña, con una melancolía suave, que los muertos viven mientras sean amados, honrados y recordados.

El espíritu inquieto de Nebusemekh no es una sombra vengativa; es un alma abandonada. Su tumba ha colapsado, el viento toca sus huesos, y su nombre (la esencia misma de la identidad en el Más Allá egipcio) corre el riesgo de perderse en el silencio. En su dolor no escuchamos amenaza, sino añoranza.


Para los antiguos egipcios, ser olvidado era morir dos veces. El ka, la fuerza vital, requería alimento; el ba, la personalidad errante, buscaba la compañía de los vivos. Las ofrendas de pan, cerveza e incienso eran más que rituales: eran gestos de amor. Una tumba atendida era un puente entre mundos, una promesa de que la memoria no se desvanecería como estuco bajo la arena. Y, sin embargo, este relato trasciende su tiempo. Nos habla aún hoy. Nos recuerda que el amor exige esfuerzo, incluso después de la despedida. Que abandonar el lugar de descanso de quienes vinieron antes —sea una tumba o simplemente la memoria de sus actos— es negar las raíces de las que nacemos.


Una tumba abandonada, una tumba no visitada o un nombre no dicho se convierten en advertencia silenciosa: no permitas que el olvido erosione los lazos del cuidado. El lamento del fantasma es el eco de cada promesa rota, de cada fotografía que palidece, de cada alma esperando ser recordada.


Cuando Khonsuemheb lloró junto al espíritu y prometió reconstruir su tumba, no restauraba solo un monumento; restauraba la dignidad. Su compasión restablecía el equilibrio moral entre la vida y la muerte, entre la memoria y el olvido.


Y nosotros también podemos hacerlo. Ya sea cuidando una tumba, recordando a un ancestro o simplemente preservando la memoria del amor, participamos en ese mismo ritmo eterno que los egipcios conocían tan bien: recordar es resucitar.


En el silencio abrupto del relato, podemos imaginar a Nebusemekh finalmente en paz; su nombre pronunciado de nuevo, su memoria restaurada. Y así entendemos que honrar a los muertos es también honrar la vida misma.


Espero tu opinión dejando un comentario en el blog o en mi cuenta de X @FernandaT.


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