Cuando alguien sufre un accidente o es víctima de la violencia, las consecuencias físicas no se hacen esperar. Sabemos que éstas serán proporcionales al daño sufrido. En un pleito a golpes, alguno de los dos saldrá con un ojo morado; si nos caemos de unas escaleras, casi seguramente saldremos con raspones y algún hueso roto.
Cuando vemos a alguien lastimado, nos damos cuenta de que le duele y tratamos de hacer su proceso de recuperación más agradable y de demostrar cuánto nos importa y preocupa su salud. Por eso vamos a visitar al enfermo con revistas, flores o lo que sea para hacerlo sentir mejor.
El sufrimiento, aunque ajeno, es doloroso de ver; por eso sentimos empatía por la persona que sufre, aunque ni siquiera la conozcamos. Nosotros mismos, cuando tenemos un dolor físico, nos movemos con cuidado para evitarlo. Nos damos cuenta de que estamos mal y actuamos en consecuencia. A nadie en su sano juicio se le ocurriría correr una maratón después de salir del hospital. Sabemos que nuestro cuerpo necesita tiempo para sanar y se lo damos.
Hay otro tipo de golpes, los del alma, que no se pueden ver, pero causan dolores inmensos. Paradójicamente, con los golpes del alma no actuamos como con los golpes físicos.
Siempre he pensado que sería maravilloso que estos golpes emocionales se pudieran ver para así nosotros poder cuidarnos, cuidar a los demás, y medir el impacto que nuestras palabras o actitudes tienen en otros. Si dos personas se lían a golpes, el que dejó al otro con un ojo morado se da cuenta de la fuerza e impacto de su golpe; entonces puede pedir perdón y hacer algo para remediar la situación.
Cuando dos personas se pelean a gritos, también se lastiman y mucho aunque no se toquen. Unas palabras hirientes pueden causar años de dolor y tener consecuencias mil veces peores y más perdurables que un ojo morado, pero como no las podemos ver, a veces ni cuenta nos damos de cómo hemos lastimado al otro, y por lo mismo no hacemos nada para remediar el daño que causamos.
Parte del drama es que tampoco podemos ver cuán lastimados estamos nosotros mismos emocionalmente. Alejandra se divorció hace poco. Fue un proceso repentino y traumático. Después de tres años de lo que ella consideraba un feliz matrimonio, su marido la dejó por otra, de un día para otro y sin decir agua va. Emocionalmente, para Alejandra fue como si la hubieran atropellado. Si sus heridas emocionales se pudieran ver, estaría en terapia intensiva de algún hospital. Nadie le diría: “Tienes que salir, tienes que hacer tu vida normal y olvidarte del suceso”. Si lo hiciera, sus familiares y amigos se lo impedirían. Le rogarían que se cuidase y que esperara a que sanasen sus heridas. Todos estarían pendientes de ella hasta su recuperación. Pero como los golpes del alma no se ven, no todos sus amigos y familiares se preocuparon por ella.
Peor aún, algunos trataron de minimizar la situación diciendo que son cosas que suceden y que pronto podría rehacer su vida. La misma Alejandra no reconoció la gravedad de su golpe. En vez de darse cuenta de su atropellón emocional y cuidarse, se creyó lista para otra relación. Así que a los dos meses del suceso nos presentó a su nuevo novio. Como se podrán imaginar, esa relación fue un desastre y terminó en unos meses. Hasta entonces Ale reconoció su error y buscó ayuda profesional.
La violencia es fácil de ver. Vivimos rodeados por ella. Oímos de muertos, asesinatos, guerras y desgracias por todas partes. Tristemente también estamos tan acostumbrados a la violencia verbal, la hemos normalizado y hemos dejado de percibirla. Por ello, ya no nos preocupa el alcance de nuestras palabras y acciones.
Ojala los golpes emocionales se pudieran ver, pero no, los moretones del alma son invisibles. Sin embargo, tenemos que aprender a “verlos” para darnos cuenta de cuando alguien nos lastima y alejarnos; para no ofender a otros; para darnos cuenta de cuando estamos mal y pedir ayuda, y para apoyar a nuestros seres queridos cuando pasan por un mal momento.
Buen domingo a todos.
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