Dejemos que el Kiosco Morisco nos cuente su extraordinaria historia.
“De mi se dicen muchas cosas. Pocas son ciertas. Quizá, por mi diseño poco común, la gente prefiere inventar y creer historias alocadas, en vez de ajustarse a la realidad. Algunos cuentan que un jeque árabe, de gran riqueza, me regaló a Porfirio Díaz en el marco del centenario de la Independencia. Otros, que guardo los secretos de la astrología de medio oriente. Hay quienes aseguran que visité París. Me gustaría dejar claro que no fui un regalo. De hecho, fui diseñado y construido varios años antes del centenario de la independencia a encargo y con el debido pago del gobierno de México. He visitado varias ciudades, pero no conozco París.
Quizá la respuesta esté en que no fui pensado como un kiosco, sino como un pabellón. En 1884 se iba a realizar en Nueva Orleans una Exposición Universal. México necesitaba un pabellón espectacular, en un esfuerzo para dar la imagen de una nación moderna. Así, comisionaron al brillante arquitecto e ingeniero mexicano José Ramón Ibarrola para diseñarme. Hombre inteligente y creativo me diseño de hierro y totalmente desarmable. ¡Cómo un rompecabezas! Me realizaron con hierro fundido, que era lo más práctico en la segunda mitad del siglo XIX, ya que eran resistentes al fuego, más baratas que otros materiales y se podían levantar con rapidez y eficiencia. Al ser un material que se vierte en moldes, es posible crear formas tan variadas como la imaginación lo permita. Me construyeron en forma octagonal conformada de varios arcos y columnas de estilo mudéjar. No hubiera estado listo a tiempo si no fuera por la amistad de mi creador, el arquitecto Ibarrola, con Andrew Carnegie, magnate del hierro y acero en Estados Unidos, y dueño de la Union Mills Foundry dónde se realizaron mis piezas.
El arquitecto Ibarrola realizó varios proyectos para el gobierno de México, pero conmigo se anotó un gol. Los visitantes de la exposición se maravillaron con el Pabellón de México. Fui, desde luego, uno de los más visitados y celebrados. Algunos dicen que el más popular aunque, si soy sincero, debo compartir créditos en popularidad con la banda mexicana.
“La Alhambra mexicana” me bautizaron. Debo confesar que era el marco perfecto para albergar las artesanías y productos mexicanos. En mi interior se encontraban cajas de vidrio y madera en las que se exhibían nuestras riquezas: minerales, artesanías en oro, trabajos de piel con bordados de hilo de oro y plata, piedras preciosas en bruto, muebles y objetos en maderas finas. En el centro, debajo de la cúpula, había media tonelada de plata que formaba una pequeña montaña. Después de Nueva Orleans, permanecí en los Estados Unidos para participar en la exposiciones de Chicago y San Luis Missouri.
Llegué a México a fines del siglo XIX. Mi primera morada en la capital fue nada menos que la Alameda Central. Tenía un lugar destacado. En mí se cantaban los números de la Lotería Nacional. Eran tiempos felices. Yo pensaba que ese lugar sería mi hogar durante muchos años, pero no fue así. Se acercaba el centenario de la independencia y Don Porfirio quería hacer un monumento para el Benemérito de las Américas y –por ser un lugar tan bonito– eligió el sitio en la Alameda dónde me encontraba para hacer lo que ahora conocen como Hemiciclo a Juárez.
Gracias a la mediación y buenos oficios del novelista Antonio Aragón, me llevaron al Jardín Hidalgo en la colonia Santa María la Ribera. En esa época era, sin duda, el barrio más elegante de la ciudad. La Alameda o Jardín de Hidalgo, fue modificada para albergarme. Me inauguraron el 26 de Septiembre de 1910. En 1972 fui declarado Patrimonio Artístico por el INAH. He sufrido varios cambios y remodelaciones. Se han perdido mis vitrales y candiles, pero desde que llegué a este lugar, mi existencia cobró un nuevo sentido: no soy sólo centro de reunión y presentación de eventos para los vecinos, soy el símbolo de la colonia Santa María La Ribera.”
Buen domingo a todos. Gracias por leerme.
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